El Proceso de Desamortización y Cambios Agrarios
Introducción
La economía de algunos países europeos se transformaba profundamente en el siglo XIX. La industria desplazaba a la agricultura, al mismo tiempo que la producción y el intercambio de bienes crecían en unas proporciones hasta entonces desconocidas.
La mecanización y el uso de energía inanimada cambiaron las formas de producción, y todo ello transformó radicalmente la estructura económica y la organización de la sociedad.
España también conoció importantes transformaciones, pero no se industrializó plenamente, de modo que seguía predominando la economía agraria, con un sector industrial limitado y poco capaz de competir en el exterior.
Sin embargo, la sociedad sí presentaba características capitalistas, aunque el nivel de riqueza era inferior al de otros países.
Las Transformaciones de la Agricultura
Los gobiernos liberales, sobre todo progresistas, partían de una nueva idea jurídica de los derechos de propiedad, para la que debían eliminarse las formas propias del Antiguo Régimen (señorío, mayorazgo…) y consolidar la propiedad privada. Influyó en sus decisiones los graves problemas agrarios, la resistencia de los campesinos a seguir pagando los viejos derechos feudales y la necesidad de que surgieran sectores nuevos.
Con este fin emprendieron una reforma agraria liberal, comenzada con la subida al poder de los liberales en 1836, para poder liberar las tierras y crear una economía de mercado. Las principales medidas fueron:
- La abolición de los señoríos y los derechos jurisdiccionales.
- La desvinculación de la propiedad.
- La desamortización de las tierras en manos de la Iglesia y los ayuntamientos.
El marco legal se completó con otras medidas encaminadas a dar libertad a los propietarios para disponer de sus tierras y del producto de estas (leyes de cercamiento, fin del privilegio del ganado, libertad de arrendamiento…).
La abolición de los señoríos y los derechos jurisdiccionales no significó la pérdida de los derechos sobre la tierra y la mayoría de los antiguos señores pudieron transformarse en propietarios. Muchos campesinos se opusieron, pero la mayoría de los tribunales apoyaron a la nobleza. Con esto, los campesinos quedaron libres de rentas, pero su situación mejoró poco. Tras la reforma se convirtieron en arrendatarios o asalariados de un propietario, y el problema del jornalerismo se agravó.
La desvinculación y la desamortización permitieron que miles de propiedades salieran al mercado y comportaron una profunda modificación de la propiedad territorial. Como resultado, a finales de siglo, habían cambiado de dueño miles de edificios y parcelas, y se habían incrementado y diversificado el número de poseedores. Pero la idea de que con la desamortización los campesinos medianos y pequeños se convirtieran en propietarios no se consiguió, ya que compraron las tierras quienes ya las tenían y quienes contaban con recursos para adquirirlas.
Gran parte de los nuevos propietarios estaban más interesados en conseguir beneficios rápidos y rentas que en invertir en la tierra y dedicarse a ella. Que la desamortización no cumpliera las grandes esperanzas de reformar en profundidad la estructura de la propiedad no debe llevar a considerarla como un fracaso, ya que cumplió con algunos objetivos: financiar la guerra carlista, paliar la situación de la hacienda pública, fomentar la construcción del ferrocarril y poner en cultivo más tierras.
Las Consecuencias de las Desamortizaciones
La consecuencia más importante fue el aumento de la roturación de tierras hasta entonces incultas. Así se pasó de 10 millones a 16 millones de hectáreas, consiguiendo prescindir de las importaciones de cereales, en gran medida.
La mayor expansión de cultivos se produjo en los cereales (80%). El segundo protagonista fue la vid, que se convirtió en producto de exportación. También se extendió el maíz y la patata, mientras, la ganadería ovina y lanar sufrió un notable retroceso, como consecuencia de la supresión de tierras y de los privilegios de la Mesta. En cambio, sí aumentó la cabaña porcina.
Pero este aumento se debió al aumento de la extensión de las tierras y no a la modernización de las técnicas de cultivo, que continuaron atrasadas.
El lento aumento de la productividad puede atribuirse a un marco natural poco favorable, pero sobre todo a una estructura de la propiedad que no fomentaba la mejora técnica, refiriéndonos a las pequeñas propiedades, sobre todo, del norte peninsular.
En las otras zonas, la gran propiedad tampoco ayudó a mejorar la productividad, a que la mayoría de los propietarios no se interesaban por invertir en el campo, sino solo en la rápida obtención de beneficios.
Los Cambios en el Campo Andaluz
La estructura latifundista era una realidad preexistente y anterior, y en consecuencia, puede afirmarse que no fueron las desamortizaciones las que crearon el latifundismo.
Las tierras desamortizadas fueron considerables antes de los decretos de Mendizábal y Madoz, pero tierra desamortizada no significaba lo mismo que tierra vendida. La transferencia de fincas durante todo el siglo afectó a una quinta parte de la extensión de Andalucía, aunque su importancia varió según las provincias.
Con respecto a la propiedad, la consecuencia del proceso fue la continuidad de las estructuras comarcales, consolidando la concentración y las explotaciones latifundistas en la baja Andalucía, mientras que se reforzaba la mediana y pequeña en áreas donde ya existía. Pero la distribución continúa siendo desigual, lo que se agravó con el incremento demográfico de la segunda mitad del siglo. Se mantuvo una continuidad con respecto a la producción, tipos de cultivo y técnicas empleadas. Aumentó la producción porque se incrementó la superficie, pero los sistemas de aprovechamiento tradicionales pervivieron.
Esto se debió a razones de rentabilidad económica, ya que esto les permitía obtener beneficios sin muchos riesgos, aunque sí hay que decir que muchas regiones sí aumentaron sus beneficios gracias a inversiones, como la zona vitivinícola de Jerez.
Un balance de beneficiados y perjudicados es una cuestión revisable según la zona donde nos encontremos. La nobleza no salió mal parada, ya que se integró en la burguesía agraria formada además, por antiguos rentistas, labradores, administradores… Aunque muchos colonos pudieron acceder a propiedades medianas y pequeñas, para muchos otros no quedó otra salida que convertirse en asalariados o jornaleros.
Los efectos de las crisis comenzaron a presentirse en Andalucía desde 1868, manifestándose de forma aguda a comienzos de la década de 1880 y prolongando sus efectos hasta entrado el siglo XX. La primera crisis fue la del cereal, ligada a la llegada masiva de granos procedentes de América y Australia. La respuesta fue la acción protectora del Estado y la utilización de mano de obra abundante y barata, que hacía innecesaria la modernización de la explotación.
La filoxera, por su parte, que entró en España por Málaga en 1878, se extendió por Andalucía en las dos décadas siguientes, y hundió la producción y exportación de pasas y vinos malagueños. La crisis del viñedo obligó en Almería a la reconversión de la producción hacia la uva en fresco, mientras que Jerez logró con esfuerzo superar la crisis y los niveles de exportación de sus vinos.
Un tercer cultivo, el olivar, en expansión desde mediados del siglo XIX, protagonizó desde 1880 un nuevo impulso a cargo del retroceso de la viña, aunque tras el estallido de la Primera Guerra Mundial perdió sus mercados internacionales. Las repercusiones económicas de estas crisis están en buena medida, en la base de la intensa conflictividad social que se vivió en Andalucía a partir de estos momentos.
A finales del siglo XIX, el 70 % de la población activa andaluza trabajaba en el campo y vivía de lo que producía el sector primario, rasgo característico de una sociedad aún profundamente ruralizada.
El Crecimiento de la Población Mundial
A lo largo del siglo XIX, la población española pasó de 10,5 millones a 18,5 en 1900, cifras que suponen un aumento superior al 75 %. La tasa de crecimiento fue mayor en la primera mitad y se redujo en la segunda. Las causas más importantes de este incremento fueron la desaparición de determinadas epidemias, la mejora de la dieta y la expansión de algunos cultivos como el maíz y la patata.
Sin embargo, el crecimiento demográfico español fue uno de los más bajos del continente como resultado del mantenimiento, durante la mayor parte del siglo XIX, de los rasgos típicos de la demografía tradicional: alta mortalidad y elevada natalidad. En relación con los países del norte de Europa, a finales del siglo, la natalidad española era más elevada y la mortalidad resultaba muy superior a la media europea, incluyendo la mortalidad infantil. La esperanza de vida en 1900 era tan sólo de 34,8 años.
El mantenimiento de una elevada mortalidad fue debido a las malas condiciones sanitarias y al impacto de las epidemias, ambas muy relacionadas con la pobreza de la mayoría de la población. Una mala cosecha era suficiente para provocar una gran escasez de alimentos, la cual, a su vez, conducía al hambre, la desnutrición y a un aumento del número de muertes. Las recurrentes epidemias de cólera, tuberculosis y fiebre amarilla fueron las enfermedades más relacionadas con la falta de higiene.
Durante el siglo XIX, y siguiendo la tendencia iniciada el siglo anterior, continuó aumentando el peso demográfico de la periferia en detrimento de la España interior, que tuvo un aumento de población bastante más limitado, a excepción de Madrid. De este modo, entre mediados y finales de siglo, el crecimiento de Cataluña, Valencia, Murcia, Canarias y el País Vasco fue mucho mayor que el de Aragón, La Rioja, las dos Castillas y Navarra.
Éxodo Rural y Crecimiento Urbano
A lo largo del siglo XIX, el proceso de urbanización español fue limitado, a consecuencia de la modesta transformación industrial y del atraso agrario, que obligaba a la mayor parte de la población a producir alimentos y a quedarse en el campo. Pero a pesar de este predominio del mundo rural, el crecimiento de las ciudades fue constante, aunque lento.
Hasta 1860, las migraciones internas resultaron de escasa magnitud, pero a partir de esta fecha, la población inició un lento éxodo rural que comportó el aumento de la población urbana, especialmente de las capitales provinciales. En 1836, menos del 10 % de la población residía en estas capitales, mientras que en 1900 la cifra era del 16,6 %. El crecimiento más importante se dio a partir de 1850 en Madrid, centro político, y en Barcelona, principal núcleo industrial y hacia donde se dirigieron los flujos más importantes de población.
Sin embargo, y a diferencia de otros países más industrializados, los movimientos migratorios no siempre respondieron a la demanda de trabajadores en las ciudades, sino que se debieron más bien a factores de rechazo originados en el ámbito rural.
El aumento del tamaño de algunas ciudades obligó a demoler las murallas de origen medieval y a programar su ampliación con planes de reforma urbana (los ensanches). La transformación urbana comportó la apertura de avenidas y calles amplias, la construcción de estaciones de ferrocarril, el inicio del alumbrado público de gas y la construcción del alcantarillado. La concentración de población también dio lugar un nuevo estilo de construcción, con edificios más altos y distribuidos en viviendas de diferentes categorías.
A pesar de la creciente urbanización, a principios del siglo XX, la mayoría de la población española continuaba siendo rural y un 70 % residía en núcleos de menos de 20000 habitantes. El resultado de esta irregular distribución de la población fue un dualismo muy acentuado entre el campo y la ciudad, origen de numerosas tensiones políticas y sociales.
Las Migraciones Transoceánicas
En las décadas finales del siglo, la tensión entre el aumento de la población y las escasas oportunidades de empleo obligó a muchos españoles a emigrar a ultramar. La entrada en el mercado laboral de un mayor número de personas, la baja calificación educativa de la población y la escasez de transformaciones en la agricultura desempeñaron un papel relevante en la decisión de emigrar a otros continentes para mejorar las condiciones de vida.
Los principales focos de emigración fueron Galicia, Asturias, Cantabria y Canarias, zonas con escasez de tierra y de puestos de trabajo. También Cataluña proporcionó un importante contingente migratorio hacia Cuba, atraído por las tradicionales relaciones de los comerciantes catalanes en el área caribeña.
El destino más importante era Latinoamérica, y en particular Argentina, México, Cuba y Brasil. Hasta el año 1860 se calcula que partieron algo más de 200000 emigrantes de España hacia América, seducidos por las oportunidades que ofrecía el nuevo continente y por la facilidad del viaje que había supuesto la navegación a vapor. Los gallegos fueron el contingente más importante, de manera que entre 1853 y 1882 emigraron a América unos 325000 gallegos, cifra que supone un 60 % del total de la emigración española.
Esa emigración española a América por razones laborales tuvo su cresta más importante entre 1900 y 1929, con un breve retroceso durante la Primera Guerra Mundial, cuando más de un millón de personas se lanzaron a «hacer las Américas» con el propósito de hacer fortuna en el nuevo continente.